Una casa con una torre alta, jardín, huertos, un bosque extenso. Alguien ha desaparecido. Él. Y de fondo, circunscrita a estos límites, obsesionada con esta ausencia repentina, surge una voz que parece sonar sutil, radicalmente inocente, que nos habla como de puntillas, desde los espacios de la casa donde vive y hasta donde su vista alcanza, pues lo que hay al otro lado del jardín es territorio desconocido.
Si hay novelas río –caudalosas, repletas de historias que se entrecruzan–, también hay novelas hilo, en las que la trama pende de un hilo de voz que, en este caso, habla con extrañeza, rodeada de objetos, de personas y también de las «vitalidades» –pues para ella todas las cosas del mundo hablan una especie de idioma secreto al que llama así–.
Ángela Segovia se adentra de lleno en la narrativa después de haberla bordeado en poemarios como La curva se volvió barricada (Premio Nacional de Poesía Joven) y Amor divino, que la crítica consideró como uno de los más singulares y audaces de los publicados en los últimos años.